Artículos de Arte
Faber est suae quisque fortunae
El mundo divino hinduista
Lo que, con un término impropio y atribuido a posteriori, se define como «hinduismo» es un fenómeno extremadamente complejo y articulado que se manifiesta en diversas fases. Los hallazgos arqueológicos más antiguos, tanto prehistóricos como los legados por la civilización del valle del Indo, revelan una religiosidad ctónica, vinculada por tanto a la tierra, en la que la imagen divina más difundida es la de la Gran Madre, primera y formidable proyección simbólica del arquetipo femenino. Benéfica y terrible a un mismo tiempo, contiene y nutre, destruye y regenera, en esa alternancia de aspectos positivos y negativos tan típica de la diosa primordial. La figura femenina, opulenta y envolvente, marca la imaginativa india desde los orígenes e inspira algunas de las primeras representaciones escultóricas.
La asociación entre lo femenino y la vegetación se hará clásica en todos los ámbitos, desde el religioso hasta el artístico. La unicidad y primacía de la Gran Madre se fue oscureciendo progresivamente, tanto en la India como en otras partes, al aparecer a su lado una divinidad masculina, primero subordinada para alcanzar luego la paridad y ser finalmente prevaleciente. Un nuevo acerbo social impone la visión patriarcal y la diosa queda reducida al papel de esposa, sometida al consorte. Con el declive de la civilización del valle del Indo, el período védico, llamado así por los Veda, los cuatro textos fundamentales a él vinculados, propugnó una visión uránica de lo sagrado, en la que los cielos estaban dominados por los Deva, luminosas divinidades masculinas, representaciones, en la mayoría de los casos, de funciones y fenómenos cósmicos, divididos en tres grandes categorías: los señores de la tierra, de la atmósfera y del cielo.
Entre las divinidades terrestres, la más importante era Agni, dios del fuego, mientras que en la atmósfera dominaba Indra, rey de los dioses y prototipo del guerrero, y en el cielo, Varuṇa era el señor del firmamento y del sol, su ojo, controlaba las acciones de los seres humanos. Uşas, la diosa de la aurora, se contaba entre las pocas divinidades femeninas ensalzadas, junto con Áditi, madre de los dioses y Pṛthvī, la Tierra.
Izquierda: Diosa Madre, siglos III-II a.C. (terracota), Periodo Maurya, Museo de Mathura Centro: Agni (dios del fuego), siglos I-III (piedra), Periodo Kushana, Museo de Mathura Derecha: Varuna con Varunani, siglo VIII (basalto), Karnataka, Museo Príncipe de Gales, Mumbay
En lucha permanente contra los Asura, las potencias demoniacas, los dioses protegían a los hombres y garantizaban el equilibrio cósmico siempre que se les invocara correctamente, por medio de los ritos oportunos. Lo que en un principio había sido una simple ofrenda de mujeres para propiciar y conjurar, se convirtió después en una coreografía litúrgica siempre más compleja, consistente en la ofrenda de víctimas animales, gratas a los dioses porque en cierto modo los ratificaba como tales, el recitado de fórmulas o alabanzas, la realización de oblaciones y de gestos codificados. Sólo el brahmán, el sacerdote, podía oficiar las grandes ceremonias y gestionar, con ventaja para el hombre, las energías divinas que impregnaban el cosmos. De hecho, el rito no se practicaba sólo para procurarse ventajas mundanas, como salud, riqueza, victoria o descendencia, sino que se consideraba como el medio fundamental para restituir vigor a las mismas fuerzas divinas. Además, la convicción sobre la sutil identificación entre el hombre-microcosmos y el universo-macrocosmos, llenó la liturgia de validez mágico-simbólica, por lo que el sacrificio no hacía sino reproducir el devenir del grandioso rito cósmico de la existencia.
La multiplicidad, con su carga de dolor e imperfección, había tenido su origen en la desmembración de un ser gigantesco: el Uno se había descompuesto en muchos. El sacrificio se prefiguraba, pues, como el restablecimiento de la condición perfecta de la unidad anterior a las manifestaciones del mundo. Al aumentar la importancia del rito en sí mismo, los dioses quedaron reducidos a elementos catalizadores que «justificaban» una serie de operaciones sagradas capaces de hacer emanar una fuerza inconmensurable, origen y sostén del universo: el brahmán, término que al cabo de varios siglos (entre los siglos VIII y VI a.de C.), asumió una acepción más filosófica.
No obstante, al lado de la visión propuesta y mantenida por la casta sacerdotal y compartida por la casta guerrera, el resto de la población y, sobre todo, los autóctonos, vivían una religiosidad más sencilla e inmediata, conectada con la naturaleza. Piedras, árboles, vados, grutas y montañas eran lugares cargados de Presencia, puntos de encuentro con lo divino: la relación no se hallaba mediatizada por rituales complejos y oscuros, sino que dependía de la fe y de la devoción y es precisamente este aspecto el que da un nuevo significado a la estancada liturgia brahmánica e informa de la religiosidad que se desarrollará después, la que anima las dos grandes epopeyas del Mahābhārata y el Ramāyāṇa. En el período épico (del siglo IV a. de C. hasta aprox. el siglo IV d. de C.), las divinidades védicas sufrieron un eclipse y muchas de ellas fueron olvidadas: Indra continuó siendo el rey de los dioses, pero su posición dejó de ser preeminente, y Varuṇa, de señor del firmamento y juez de los seres, se convirtió en dios del océano. Para dominar el ámbito de lo sagrado apareció entonces la Trimurti, la «Triple forma», ensalzada por el Divino proceso cósmico de emanación, conservación y disolución del universo. Brahmā, Viṣṇu y Ṥiva son las tres divinidades antepuestas a la existencia y, aunque parecen separadas, son aspectos del único Señor inefable.
Izquierda: Brahma, siglo VII (arenisca roja), Losa del techo del Templo Huchchappaiyya Gudi, Aihole (Karnataka), Museo Príncipe de Gales, Mumbay Centro: Viṣṇu , siglo XI (basalto), Jondhali Baug (Maharashtra), Museo Príncipe de Gales, Mumbay Derecha: Shiva, mediados del siglo VI (basalto), Parel (Maharashtra), Museo Príncipe de Gales, Mumbay
Brahmā, producto de la especulación sacerdotal, encontraba a sus seguidores entre la población; su función consistía en emanar el mundo, acto entendido como una gran operación litúrgica. Los símbolos que el dios lleva en las cuatro manos aluden precisamente a eso: las tablillas de los Veda representan la ciencia sagrada, la mala es una especie de rosario y la jarra de agua sirve para las abluciones rituales, mientras que el capullo de loto simboliza la condición inicial del universo. Las cuatro cabezas de Brahmā, así como sus brazos, nos remiten al proceso de expansión, que asiste al despliegue del espacio terrestre hacia los cuatro puntos cardinales, señalados por el sol, que determina a su vez la dimensión temporal. Tiempo y espacio son las dos coordenadas o medidas dentro de las cuales se desarrolla el drama cósmico y se mueve su protagonista, el hombre; a esta medición alude el término māyā, que en su acepción más común se entiende como «ilusión», en el sentido de evaluación errónea. El mundo, precisamente por su naturaleza mensurable, tiene un valor relativo y si el hombre le atribuye uno absoluto, yerra y permanece prisionero de las dimensiones materiales. La ignorancia, avidyā, es la causa fundamental del soportado errar humano; sólo rasgando el velo del māyā se vislumbra el camino que conduce a lo Divino, indefinible e inconmensurable.
Viṣṇu, el segundo personaje de la Trimurti, desempeña la función de custodio de la vida; divinidad solar védica de no mucha importancia, asume ahora en el periodo épico un papel determinante y se convierte en el Señor de la Providencia, que se manifiesta sobre la tierra en forma de varias encarnaciones redentoras llamadas avatāra, dos de las cuales, Rāma y Kŗṣṇa, son fundamentales para el recorrido devocional. Los símbolos que Viṣṇu sostiene en las cuatro manos ejemplifican su cometido: la concha remite a la vida generada y nutrida en el regazo de las aguas primordiales, mientras el cakra, afilado disco que el dios usa como boomerang contra los demonios, alude al saṃsāra, el ciclo de renacimientos y destinos humanos, regido por Viṣṇu; la maza que empuña el dios es cetro y bastón a un tiempo, subrayando así la función de guía y juez típica del soberano, mientras la flor de loto representa el mundo en pleno florecimiento.
Ṥiva, divinidad compleja y ambigua, una vez que el universo (que en la visión india no es eterno, sino que se manifiesta y desaparece periódicamente) ha agotado su tiempo, el dios lo disuelve en la noche cósmica para permitir el alborear de otro mundo. Tiene como símbolo el tridente, vinculando a las numerosas tríadas indias a la propia Trimurti, símbolo de las tres características fundamentales de la naturaleza (sublimación, expansión, condensación), de las tres dimensiones del tiempo y de la división triple del universo en tierra, atmósfera y cielo.
Izquierda: Viṣṇu y Lakṣmī , hacia el año 1000 (piedra), Templo Jagadambi, Khajuraho Centro: Ṥiva y Pārvātī , siglo XI (cobre), The Metropolitan Museum of Art, New York Derecha: Gaṇeśa, siglo XX (bronce, bronce dorado, pan de oro y pintura), Col. Ramón Muñoz
Cada una de las tres divinidades aparece flanqueada por una compañera que a menudo le toma los símbolos: la consorte de Brahmā es Sárasvatī, diosa del río del mismo nombre, llamada también Vach, la «Palabra», en cuanto que representa al Verbo divino que, al pronunciar el mundo, le da la vida. En épocas posteriores a la védica, la diosa asumió el papel de Señora del conocimiento y de las artes, entre las que destaca la vina, el instrumento musical que sostiene entre las manos. Lakṣmī, la esposa de Viṣṇu, bellísima diosa de la fertilidad y la abundancia, llamada también Ṥrī, «Prosperidad», en las numerosas reencarnaciones de Viṣṇu en la tierra, acompaña al dios bajo distintos atuendos. La compañera de Ṥiva encarna la ambivalencia de la Gran Madre primordial; se trata de Pārvātī, esposa dulce y devota, llamada también Annapurna, por ser la «Diosa de la comida o de la abundancia», pero también Durgā, guerrera exterminadora de los demonios, y Kālī, la «Negra», proyección del templo devorador y de la naturaleza indómita. A las divinidades de la Trimurti y a sus esposas se les añaden otras tan importantes como Gaṅgā, la diosa del río Ganges; Gaṇeṥa, el de la cabeza de elefante, hijo de Pārvātī; Hanuman, el dios mono devoto de Rama e innumerables otros; según la tradición, treinta y tres millones de dioses pueblan un panteón completo y vastísimo que incluye divinidades locales y secundarias, elevadas hasta asumir aspectos de las principales o unidas a ellas. A todos ellos deben añadirse los asistentes, las divinidades menores, los seres semidivinos, las potencias maléficas, asuras, articuladas en diversas categorías y los vāhana, «vehículos» de los dioses: Brahmā y Sárasvatī se sientan sobre haṃsa, la oca de cuello estriado; Viṣṇu y Lakṣmī vuelan sobre Garuḍa, buitre de rasgos humanos; Ṥiva y Pārvātī cabalgan el toro Nandi; Gaṇeṥa se asocia a la rata, en una paradoja simbólica que se percibe en lo más grande y lo más pequeño; Kārttikeya, señor de la guerra, hijo de Ṥiva, se sienta sobre el pavo real. El catálogo es interminable.
Bibliografía
Albanese, M., India Antigua, Editorial Folio, Barcelona, 2001
Publicado en Noviembre 2022 © Ramón Muñoz López